Sombras na noite
Arturo Pérez-Reverte
Tradução por Ricardo Gabriel Perez Habiaga

(versão original em espanhol, mais abaixo)

24 Set 2007
Passada meia noite, a costa se reduz a uma linha escura, próxima. A noite é fechada, sem lua, e o vento muito forte entesa a corrente do ferro. Durante um pequeno incidente desses que abundam quando se está no mar, o comandante de um veleiro que se encontra próximo amarra seu inflável ao meu, pede ajuda, embarca e aí permanece enquanto tentamos resolver seu problema. Uma hora mais tarde, embarca novamente e some na escuridão sem que durante o tempo em que passamos juntos tenhamos visto nossos rostos, pois tudo aconteceu sem luz, numa escuridão quase absoluta. Nem pronunciamos nossos nomes. Durante todo esse tempo fomos um para o outro, só uma voz e uma sombra.

Fico refletindo sobre este fato, sentado no convés enquanto, a pequena luz de fundeio acessa no topo do mastro, as estrelas incrivelmente nítidas e numerosas para aqueles acostumados a observá-las no céu das cidades, giram vagarosas de Leste para Oeste, cumprindo seu ritual noturno em torno do eixo da Polar. Em outros tempos, o que acaba de acontecer não teria nada de estranho, já que os homens estavam acostumados a relacionar-se na escuridão. As cidades careciam de iluminação pública, ou era mínima, e após o pôr-do-sol, era muito pequena a fração iluminada de vida que os humanos podiam permitir-se. Muitas vezes viajantes e camponeses, amigos e inimigos, se relacionavam sem ver seus rostos: sombras, figuras pretas que entravam e saíam nas vidas dos outros sem mais consistência que uma voz, o roçar de uma roupa, o barulho de passos, o riso, o pranto, o contato amigo ou hostil de uma mão, um corpo ou uma arma. A visão do mundo e dos semelhantes devia ser, forçosamente, muito diferente da que hoje fornece a luz, os contínuos holofotes colocados sobre tudo; o freqüente excesso de informação, fachos e cores que nos rodeiam. E muito diferente a marca deixada em cada pessoa por aquelas sombras e vozes anônimas que se mexiam na escuridão.

Minha memória também está cheia dessas sombras. O acontecido esta noite remexe outro tempo de minha vida: campos, florestas, desertos, cidades devastadas, lugares onde a escuridão era conseqüência de situações extremas ou regra obrigada para sobreviver; então, ao cair da noite, o mais que podiam se permitir os que me rodeavam era o rápido lampejo de uma lanterna, ou a brasa de um cigarro escondida no oco da mão. Olhando o passado, acordo nesta noite – nunca tinha pensado nisso antes – que durante aqueles anos foram muitas as pessoas com quem me relacionei dessa forma. Pessoas que de uma ou de outra forma resultaram decisivas na minha vida, no meu trabalho, na minha sobrevivência, e de quem somente guardei um som, umas palavras, um cheiro, uma presença amistosa ou hostil, o barulho metálico de uma arma, o breve facho de uma lanterna na minha cara, a ponta vermelha de um cigarro iluminando uns dedos ou a parte inferior de um rosto. Sombras que deixaram lembranças, amigos ocasionais cujo rosto nunca vi, como aqueles jovens milicianos que me gritaram CORRE! em uma noite de 1976 em Beirute, enquanto retrocediam em meio do fogo, atirando para cuidar de min; ou aquela voz e a as mãos daquele soldado bósnio que ajudou a tamponar duas veias do meu pulso esquerdo – eu sentia correr o sangue tíbio pelos dedos – abertas no Natal de 1993, por um vidro, em Mostar, por cujas pequenas cicatrizes passo agora os dedos lembrando.

Ronca o vento no estaiamento, embaixo das estrelas. Recortada na costa, adivinho a silhueta do outro veleiro, que balança ancorado perto, e penso que seu comandante se lembrará de mim como eu dele: um barco sem luz no mar, uma sombra preta e algumas palavras. Então sorrio na escuridão. Não é uma forma ruim de ser lembrado.
_______
O autor, espanhol, é colunista, escritor e membro da Real Academia Española

____________________________________

Versão original, em espanhol

Sombras en la noche
Arturo Pérez-Reverte

Pasada la medianoche, la costa se reduce a una línea oscura, cercana. La noche es cerrada, sin luna, y el viento muy fuerte tensa la cadena del ancla. En el curso de un pequeño incidente de los que abundan en el mar, el patrón de un velero que se encuentra cerca amarra su neumática al mío, pide ayuda, sube a bordo y permanece allí mientras intentamos solucionar su problema. Al cabo de una hora embarca de nuevo, desaparece en la noche y se marcha sin que durante el rato en que hemos permanecido juntos nos hayamos visto la cara el uno al otro, pues todo se ha llevado a cabo sin luz, en una oscuridad casi absoluta. Ni siquiera hemos dicho nuestros nombres. Durante todo ese tiempo hemos sido, el uno para el otro, sólo una voz y una sombra.

Me quedo reflexionando sobre eso sentado en cubierta mientras, sobre mi cabeza y la pequeña luz de fondeo encendida en lo alto del palo, las estrellas, increíblemente nítidas y numerosas para quien sólo acostumbre observarlas en el cielo de las ciudades, giran muy despacio del Este al Oeste, cumpliendo su ritual nocturno alrededor del eje de la Polar. En otro tiempo, me digo, cuanto acaba de ocurrir no tenía nada de extraño, pues los hombres estaban acostumbrados a relacionarse en la oscuridad. Las ciudades carecían de alumbrado público o éste era mínimo: no existía la luz eléctrica; quinqués, velas, candiles, antorchas y fuegos diversos tenían una duración limitada y no siempre estaban disponibles, y tras la puesta del sol era muy pequeña la porción iluminada de vida que el ser humano podía permitirse. Casi todo ocurría entre tinieblas o dependía de la claridad de la luna, como en las magníficas primeras líneas de la novela ejemplar cervantina La fuerza de la sangre. A menudo, viajeros, campesinos, ciudadanos, amigos y enemigos, se relacionaban sin verse el rostro: sombras, siluetas negras que entraban y salían en las vidas de los otros sin otra consistencia que una voz, el roce de una ropa, el ruido de pasos, la risa o el llanto, el contacto amigo u hostil de una mano, un cuerpo, un arma, el tintineo metálico de una moneda. La visión del mundo y de los semejantes tenía que ser, por fuerza, muy diferente de la que hoy proporcionan la luz, los continuos focos puestos sobre todo; el frecuente exceso de información, destellos y colores que nos rodea. Y muy distinta la huella dejada en cada cual por aquellas sombras y voces anónimas que se movían en la oscuridad.

También mi memoria está llena de esas sombras, me digo. El incidente de esta noche remueve otro tiempo de mi propia vida: campos, selvas, desiertos, ciudades devastadas, lugares donde la oscuridad era consecuencia de situaciones extremas o regla obligada para conservar la salud; y allí, al caer la noche, lo más que podían permitirse quienes me rodeaban era el fugaz destello de una linterna, a escondidas, o la brasa de un cigarrillo oculta en el hueco de la mano. Mirando hacia atrás, caigo esta noche en la cuenta -nunca antes había pensado en eso- de que durante aquellos años fueron muchos los seres humanos con los que me relacioné de ese modo. Gente que de una forma u otra resultó decisiva en mi vida, en mi trabajo, en mi supervivencia, y de la que sin embargo sólo retuve un sonido, unas palabras, un olor, una advertencia, una presencia amistosa u hostil, el chasquido metálico de un arma, el breve haz de una linterna en mi cara, la punta roja de un cigarrillo iluminando unos dedos o la parte inferior de un rostro, bultos negros en agujeros y refugios, llantos de niños, gemidos de mujeres, lamentos o maldiciones de hombres, formas oscuras o siluetas recortadas sobre un estallido o un incendio, sombras que sólo dejaron su trazo en mi recuerdo, amigos ocasionales cuyo rostro nunca vi, como los jóvenes milicianos que me gritaron '¡corre!' una noche del año 1976, en Beirut, mientras retrocedían entre fogonazos, disparando para cuidar de mí; o la voz y las manos del soldado bosnio que ayudó a taponar dos venas de mi muñeca izquierda -yo sentía manar la sangre tibia, dedos abajo- seccionadas en la Navidad de 1993 por un vidrio en Mostar, sobre cuyas pequeñas cicatrices paso ahora los dedos, recordando.

Sopla el viento en la jarcia, bajo las estrellas. Recortada sobre la línea de costa adivino la silueta del otro velero, que bornea fondeado cerca, y pienso que su patrón me recordará como yo a él: un barco sin luz en el mar, una sombra negra y algunas palabras. Entonces sonrío en la oscuridad. No es una mala forma, concluyo, de que lo recuerden a uno.
_______
El autor, español, es periodista, escritor y miembro de la Real Academia Española

Colaboração: Ricardo Atalaia Habiaga,